viernes, 10 de agosto de 2007

Una debacle esperada

Excelsior, editoriales / 10 de agosto 2007
Francisco Martín Moreno

Todo comenzó cuando se concluyó la primera etapa del drenaje profundo en el año de 1975, un impresionante sistema de desagüe de la capital de la República diseñado con el conocido talento e imaginación de la ingeniería mexicana, para evacuar las aguas residuales y de lluvia en el Distrito Federal. Se trataba de gigantescas tuberías construidas a 30 o 40 metros de profundidad, con casi siete metros de diámetro y kilómetros de longitud, para evitar inundaciones y eliminar los desechos bombeados hasta el nivel del Canal del Desagüe para continuar su salida a lo largo del río Tula y desembocar hasta el Golfo de México. Una obra faraónica que evitaría consecuencias ambientales de insospechables dimensiones, que fue realizada por nuestros padres cuando existía conciencia hidráulica en la capital del país. Las autoridades exhibieron una gran conducta cívica desde el momento en que ya no fue posible publicar las fotografías de una ciudad sepultada cada temporada de lluvias bajo cientos de miles de metros cúbicos de agua.

Al sistema de drenaje se le debería someter, según decía el manual, a un riguroso y metódico procedimiento de mantenimiento y supervisión que, por lo menos en los últimos 12 años, dejó de ejecutarse hasta pasar, así, inadvertido, ante la frivolidad, la ignorancia y la torpeza de las autoridades perderistas… El señor MALO prefirió construir espectaculares obras viales de extraordinario lucimiento político y popular antes que invertir los recursos de su gobierno en tareas de escaso rendimiento político que le impedirían su acceso a la Presidencia de la República.

Las diversas administraciones perderistas, comenzando con la de Cuauhtémoc Cárdenas, tenían que haber ejecutado las obras de desazolve del drenaje profundo, para evitar cualquier contingencia ambiental que pudiera atentar en contra de los habitantes de la capital de la República. Sin embargo, ni Cárdenas ni la señora Robles ni obviamente López Obrador destinaron en los últimos 12 años los recursos necesarios para el mantenimiento del sistema de drenaje profundo. La irresponsabilidad política, social, sanitaria y ecológica fue total. El propio señor MALO sufría pesadillas recurrentes en las que se asomaban las torres rematadas con formas de campanas de la Catedral Metropolitana cubiertas por aguas negras y ello acontecía, nada menos, durante su campaña presidencial.

Si Tláloc hubiera estado en contra de este sufrido y, por lo menos, aguerrido hijo de Tezcatlipoca, por supuesto y desde luego, hubiera dejado caer sobre todo el Valle del Anáhuac una precipitación pluvial sin precedentes en la historia meteorológica de la ciudad, que hubieran exhibido, una vez más, las miserias del perderista. El cataclismo no se dio.

Sin embargo, las bases de la catástrofe largamente anunciada se dieron una mañana húmeda de verano precisamente en el año de la Bugambilia. De golpe empezaron a aparecer espesos nubarrones tanto en el Golfo de México como en el Caribe y el océano Pacífico que anunciaban la presencia de tormentas tropicales ciertamente insignificantes. Las tres tormentas irrelevantes adquirieron simultáneamente la categoría de huracanes, en un plazo no mayor de cuatro días, hasta llegar a alcanzar los niveles de máxima peligrosidad una semana después. La Ciudad de México sufrió por los cuatro costados un diluvio nunca antes visto que no pudo contener deidad alguna a pesar de las danzas autóctonas interpretadas por los concheros del Zócalo ni de las interminables plegarias a la Virgen de los Remedios para que interviniera con sus poderes omnímodos. Nada. La lluvia caía y azotaba de día y de noche sobre personas, edificios, calles, avenidas y parques. No existía la piedad. El castigo era implacable.

Un anochecer, sin que nadie lo percibiera, reventó el sistema de drenaje profundo y la maldición de Tláloc se cumplió. Cada coladera del primer cuadro de la capital del país se convirtió en un abundante chorro de agua negra. Las casas y los edificios se inundaron. El agua invadió indiscriminadamente iglesias, oficinas de gobierno, templos, mercados, escuelas, hospitales, subiendo, sin consideración alguna, piso a piso, hasta llegar a una altura de nueve metros.

La pestilencia era insoportable. La muerte por contaminación fecal dejó de ser una amenaza para convertirse en una realidad. ¿Cómo rescatar a una ciudad habitada por millones de personas y de perros callejeros hundida bajo toneladas de aguas negras? No había sirenas ni ambulancias. El silencio de la noche sólo lo rompían los helicópteros de los medios de comunicación y del Ejército. La prensa mundial recogió la noticia en sus primeras columnas. La peste atacaba rabiosamente. Las infecciones también. Las brigadas de salvamento realizaban una labor insignificante.

El Lago de Texcoco se engullía de golpe a millones de personas o las mataba con diversas enfermedades, por haber colaborado indirectamente en su agotamiento y desaparición. Todo parecía ser una venganza de la naturaleza…

Era la oportunidad de Ebrard para romper con el señor MALO…

fmartinmoreno@yahoo.com


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